“Cuando yo era joven, había una diferencia importante entre ser famoso y estar entre boca de todos. Muchos querían ser famosos por ser el mejor deportista o la mejor bailarina, pero a nadie le gustaba estar en la boca de todos por ser el cornudo del pueblo o una puta de poca monta…En el futuro esta diferencia ya no existirá: con tal de que alguien nos mire y hable de nosotros, estaremos dispuesto a todo”. (Eco, U. “De la estupidez a la locura”. Editorial Lumen. Buenos Aires. 2016)
Se podría decir lo mismo, en verdad es exactamente igual, entre quienes usan la posibilidad del servicio público, para servirse de tal y poder realizarse en la vida, desde una posición económica, social, y hasta existencial. A Donald Trump, a cargo de la democracia occidental más sólida, prolija y “democrática” (valga el oxímoron o la tautología, según como se lo mire) se le endilga precisamente, dentro de tantas, esta grave falencia, que en su caso, proviene sin ningún lugar a dudas de su formación. Conforma, tal como lo hacía en el show televisivo que producía, dirigía y actuaba “El aprendiz” su gabinete presidencial, con lo gravoso del caso que afectado de nepotismo, le agrega esta dosis fatal a tal coctel explosivo. Lo mismo podrían decir del propio Presidente Argentino (como de cualquier otro país, dado que el citado es a título de otro ejemplo categórico), que jactándose de brindar al país el “mejor equipo de la historia” tiene a tiempo completo y en cargos jerárquicos, a un gran porcentaje, de quiénes cursaron con él, en sus años de escolaridad del selecto colegio Cardenal Newman.
¿Qué le podemos pedir entonces, al jefe comunal , al acalde del pueblo en donde el diablo olvidó su poncho (lo decimos afablemente) que no enconchabe a la mujer-en el caso que no sea ya no tenga un lugar proporcionado por su condición de tal (siempre funciona la esta política actual para primero a ellos, los que la administran como condición sine qua non, resolverle sus problemas más cotidianos como íntimos)-que no le dé desde la abertura estatal, la protección con el empleo a su hijo, a su entenado o lo que tenga dando vueltas?
¿Le vamos a pedir caso, que en el aborto de la naturaleza en donde la tierra lo arrojo, arropándolo igualmente como jefe comunal que piense en términos de las democracias modernas, inclusivas, transparentes, que convoque a concurso público para cumplimentar la máxima constitucional de idoneidad para conformar su grupo de colaboradores?
¿Es acaso, la única variante posible de entendimiento, para el fenómeno de la política o de lo político, el concepto de la confianza que los tenedores circunstanciales del poder, esgrimen para justificar sus discrecionalidades, imponiendo siempre a familiares, amigos y urreros tal como lo señalan los paraguayos, para a partir de allí construir los conceptos imaginarios de equipos técnicos, de mejores equipos, y que en el mejor de los casos se constituyen en entornos; más o menos amables, pero nunca más o menos que entornos?
¿Qué es lo que necesita confiar a quién confía, al que todos depositamos la confianza pública al ungirlo con nuestro voto?
En el mejor de los casos sí necesita de confianza, que se la solicite al cura, para que le de tales votos, al obispo o al religioso del escalafón que corresponda, y sí no cree en ello, que asista a un psicólogo para que le soliviante la confianza y lo induzca a que busque en el inconsciente estructurado como un lenguaje los significantes otros que posee ausentes y le genera displacer.
Es más fácil, lamentablemente no trabajar en el fondo de la cuestión. Es decir en que cada quién arme, sus entornos, como sí gobernar se tratase de jugar el partido de futbol el fin de semana contra el equipo de amigos por el asado de premio o la comilona que corresponda.
Algunos otros podrán argüir mediante Angelus Silesius en su Peregrino querúbico, dando voz a esa otra forma de pensar, “que la rosa es sin por qué, florece porque florece. Y en esta imagen nos hace ver, no sólo que la rosa es sin causa eficiente, sin una causalidad que la haga ser y proceder, una causa que sería la razón que la instaura y la fundamenta, que le dé el porqué, sino que nos dice, además, que el acontecimiento de la rosa, su florecer, es totalmente libre e independiente de un sujeto que le dé esa razón, que le designe un valor o una utilidad”.
Es decir que la política, y su energía constituyente o conducente, el poder, no es tan diferente a la rosa, que florece porque sí.
Posiblemente la diferencia la hagan quiénes adopten una u otra manera. Es decir los que se dejen llevar por lo establecido, los que someten a los imperativos categóricos de los costumbrismos y queriendo hacer bien, compran la relación con sus cercanos, tratando de hacerles transferibles el poder que consiguieron mediante la política, trastocando con ello, lo uno y lo otro. O esta segunda manera, de armar equipos en donde lo central, lo neural, lo basal, lo colectivo, valga la redundancia, se constituya en el bien público, que no es ni más ni menos que un abanico de razonamientos, proyectos y propuestas, en contraposición que requieren de un líder que las conduzca, que las coordine o que las ordene (esto en definitiva es la política).
Eco, tenía razón, llegó el punto (lo presumía en sus últimos tiempos) en donde definitivamente las diferencias, pasan a ser gruesas, siderales, el mínimo matiz dio paso a un antagonismo apocalíptico, a una lógica agonal, en donde o aparecemos o no existimos, o estamos en el poder o no estamos, o damos a conocer lo que creemos pese a que el significante otro lo deseche, no lo lea, no lo publique, le reste importancia, lo ningunee o morimos en el estoico intento de creer que estamos haciendo algo importante cuando en verdad, estúpidamente nos oponemos a una maquinaria artificial y poco humana que amenaza a quitarnos los pocos instantes que logramos conquistar de libertad, con los pasos de los siglos. La naturaleza, en su sabiduría proverbial, arquetípica y primigenia, tiene saludable razón en hacernos saber que ya no tiene tiempo para que nosotros nos demos cuenta que vamos, lenta e inexorablemente, a exterminarnos, e injustamente llevarnos al fandango a ella misma por temor a la soledad descollante de la intemperie de lo desconocido.